Crítica de La noche de enfrente (la noche de enfrente)
Hay un placer, un tanto malsano, otro tanto ceremonioso, francamente emotivo, en poder disfrutar de la última obra de Raúl Ruiz, rodada antes de fallecer hace unos meses, especialmente teniendo en cuenta que, exactamente eso, la película versa sobre la recapitulación vital, la memoria, la muerte y el traslado espiritual. Ciertamente, y sin ánimos de frivolizar, la vislumbre del fin del camino, la intuición de la muerte cercana inspira al artista lo coloca en una posición a menudo creativamente privilegiada, otorga al resultado final un aura trascendental; y si así es, el canto del cisne de Ruiz ha resultado en un bellísimo pasado de cuentas con su propio catálogo referencial y su repertorio de recuerdos, de sensaciones, de vivencias. Sea como autohomenaje, sea como puesta en cuarentena de su propio rigor autoral, La noche de enfrente tiene, al fin y al cabo, tanto de tributo a su pasado -al pasado de todo un país, Chile- como de autodesimitificación.
Pero en el fondo no deja de ser una especie de mirada proustiana a su propia vida. Ruiz tiene su propia magdalena, su propio desencadenante emocional, sus propias encarnaciones del yo pretérito y -que la cosa también habla de la cinefilia- tiene hasta su propio Rosebud, ese cacofónico Rododendro que evoca facetas que él mismo creía desvanecidas en el peso de la experiencia. Y con la ayuda de los objetos, pero también de las sensaciones visuales y auditivas o incluso de las figuras claves en su formación -se pasean por estas imágenes las encarnaciones de Beethoven y Long John Silver-, el cineasta se expone a sí mismo.
Y así es. Lo cierto es que La noche de enfrente no esconde su condición de pura recreación lo-fi de tiempos pasados. Tanto es así -Ruiz siempre ha rodado con presupuestos paupérrimos- que el resultado global tiende a mostrarse en casi todo momento desnaturalizado, falseado, ya sea mediante superposiciones evidentes -chromas forzados- o mediante el tratamiento de choque de la fotografía y el virado de color, que busca casi autoparódicamente los amarillentos y ocres propios de la evocación del pasado más rancia. Del mismo modo, las interpretaciones son deliberadamente teatrales, y no temen caer en la declamación, como tampoco en la pura lírica, en el recitado poético. Es el artificio premeditado que permite articular el discurso desde el punto de vista que más le convenga. Desde una vertiente teatral, operística, literaria o autobiográfica; clásica o moderna; lo que se preste, lo que se le antoje.
Porque La noche de enfrente es, además de una película moderna en su propia flexibilidad, una nueva muestra de total libertad, tanto autoral como narrativa. No es raro que a momentos se agolpen los tonos, los argumentos, los recursos. Que los saltos temporales inexplicados guíen la historia mediante una dulce anarquía. Que la narración se rija más por la lógica de los sueños y la memoria que por el devenir rígido y causal de los acontecimientos. Sin temor a caer en lo chocante, en lo absurdo, en lo patético, en lo surrealista o en lo emotivo.
Pero es que todo ello no sólo se debe a la reivindicación de un autor que, hace poco, ya lo hacía con el mero hecho de pretender contar de manera extensísima parte de la Historia reciente de Portugal (Misterios de Lisboa); sino también a la propia idiosincrasia conceptual de la película. Queridos espectadores, parece decir Raúl Ruiz, déjense llevar, porque esto habla de espíritus, de fantasmagorías, de la difusión entre los límites metafísicos, de la ruptura de las barreras entre la vida y la muerte. Esto es, en el fondo, una reivindicación de la vida en su forma más pura: esa que, en la esfera del recuerdo y del imaginario colectivo -de la que ha pasado a formar parte el realizador- a menudo es más intensa que en el ámbito terrenal. Si la Tierra está poblada de fantasmas vivos, otros fantasmas que por el contrario ya no la pisan se mantendrán vivos en nuestra memoria.
Raúl Ruiz. En el recuerdo.
8/10
Por Xavi Roldan
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