Crítica de 7 cajas
Tras haber aspirado al Goya a la mejor película hispanoamericana colándose por sorpresa entre las cuatro finalistas, se estrena por fin a nivel comercial 7 cajas, debut en la dirección de largos del tándem compuesto por Tana Schémbori y Juan Carlos Maneglia, siendo este último además guionista de la propuesta. Hablada principalmente en guaraní, la cinta delimita de manera muy concreta el marco de la sociedad paraguaya reciente -la de los mercados, los tenderetes y los carretilleros- por cuyo interior se ubicará el lío en que se ve enfrascado un chaval en plena pubertad cuando se le encomienda el traslado de siete cajas por las callejuelas de su barrio. Un trabajo sencillo, nada que se aleje de la profesión a la que se viene dedicando de un tiempo a esta parte con la esperanza de ahorrar lo suficiente como para llegar a triunfar algún día como actor, su gran sueño; y un trabajo muy bien pagado (100 dólares), de esos tipo “nada de preguntas ni riesgos innecesarios”. Por su puesto, ya se sabe que si el río suena no es en balde: la misión tarda poco en complicarse cuando empiezan las cábalas sobre el goloso contenido de las cajas. Estando como está la situación económica actual, a nadie le amarga un dulce, por lo que lo que tenía que ser pan comido acaba tornándose en una peligrosa persecución.
Y eso es 7 cajas, en esencia. Thriller persecutorio, cine de acción puro con elementos de género de ayer y de hoy. Parte de la premisa más clásica: hay un macguffin del que poco o nada se sabe (al menos durante el primer arco argumental), salvo que tiene que llegar del punto A al punto B. Y a ello se le añade un empaque más actual, trufado de elementos que se acercan peligrosamente a Ciudad de Dios por la fotografía hipercoloreada (amén de otros recursos argumentales a los que enseguida volvemos) y al cine de Boyle en general, Slumdog Millionaire en particular, por el histrionismo de su montaje (y en realidad, por manías argumentales similares a las de Meirelles). Aquí se empieza a establecer un doble rasero que es con el que, ay, se irá degustando toda la película: confluyen en el celuloide dos estilos distintos, el de un cine puramente costumbrista que se acerca a los protagonistas para reflejar sus tribulaciones, y el de un cine espitoso y pasado de vueltas, pecando de los mismos errores de los que pecaban las cintas recién citadas cuando del retrato social se pasa al Transporter de turno. De hecho, Maneglia y Schémbori decantan la balanza de manera demasiado precipitada de este último lado, trufando su cinta de virguerías de todo tipo buscando dinamismo, abusando de ellas para tratar de darle más peso a la acción en detrimento de temas más estimulantes, de los que sin embargo tampoco reniegan: la pobreza asfixiante, la internacionalidad de baja estofa, las carencias sociales... un fondo entre la simpleza y la necesidad que impregna cada fotograma, en definitiva, pero en el que tampoco se acaba de profundizar lo suficiente.
Son esa clase de cuestiones, las más solemnes, las que mermaban también a Meirelles y Boyle por serpentear por un plano muy superficial; con la diferencia de que aquí la mano de ambos cineastas (cuestionable si se quiere, pero marcada en todo caso) brilla por su ausencia. De manera que en este navegar entre dos tierras, que se da tanto argumental como formalmente, 7 cajas acaba poniendo al descubierto más carencias que logros. Y sin duda, la más flagrante es su incapacidad por cumplir tampoco como simple pirotecnia de acción. Si bien todo apunta a ello, si bien el espectador se ve forzado a reajustar su prisma para ubicarse en una sesión de cine que creía distinta, resulta que aun como ese thriller de persecución continua, la película se desinfla paulatinamente y su mecha que apaga poco a poco a partir de la media hora de metraje. Cuando el macguffin deja de ser secreto (en una revelación inexplicable), el argumento de 7 cajas se ve sostenido por demasiadas incongruencias argumentales. Coincidencias absurdas, giros forzados y justificaciones descabelladas que van enterrando poco a poco la seriedad, o cuanto menos la consecuencia de su premisa. Y que despiertan la molesta sensación de high concept y poco más; de cortometraje alargado, por así decirlo.
De manera que todo lo que prometía el debut de Maneglia y Schémbori con su arranque, se va diluyendo hasta quedar en una de acción más al uso de lo deseado, pero mucho menos creíble que la mayoría pese a ubicarse en un mundo hiperrealista al que, de hecho, pretende retratar sin demasiado suerte. Un quiero y no puedo, un perro de hortelano que, eso sí, es lo suficientemente llamativo (máxime en su trepidante clímax) como para desatar la pasión de los espectadores más eufóricos; los mismos que, en definitiva, ensalzan Slumdog Millionaire si siquiera pararse a analizar sus carencias.
6/10
Por Carlos Giacomelli
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